.//.MACABRE.//.Confesión.//.Verde Pastel.//.DRAMA.//.El diario de Elena.//.Submundo.//.SCIENCE FICTION.//.Rommer, la caída.//.

El diario de Elena


DIA I

Resopla y comienza a atender las consultas ya un poco desganada. Aún no son las 12:45, y hasta pasada la hora 15 debe seguir resoplando. Así son, generalmente, sus días hábiles. A menos que algún dios se apiade de ella, y amanezca enferma, o casi sin fuerzas para concurrir al trabajo. Con algo de suerte pueden llegar a ser dos, o hasta tres días de reposo, pero solo en el mejor de los casos.

Pero Elena abrió el ojo en perfecto estado de salud esta mañana. Su reloj había sonado a las 7:45, y solo tardó unos siete minutos salir del catre. Acaso los siete minutos más placenteros de todo el día.

Supo ducharse y completar su aseo personal en menos de veintitrés minutos. Lo que representa un muy buen tiempo para tratarse de una dama.

Un café apenas cortado, y tres tostadas con dulce de leche económico, la condujeron a emprender su rutina con, todavía, el mejor de los ánimos. Hizo la cama y salió de su casa a las 8:55, con el tiempo justo para caminar las cinco cuadras que la distanciaban del subte, viajar ocho estaciones y entrar al trabajo doce minutos antes de las diez en punto, momento en que el banco abre sus puertas al público.

13:50 y resopla por décima vez. Ya había padecido casi cuatro horas de lo más aburridas. Aburridas porque era un día muy tranquilo, y nadie la había maltratado hasta el momento. Apenas tuvo que solucionar cinco casos de ‘atascamiento de ticket’, y reponer sobres para depósito en dos oportunidades. 

La mayoría de los clientes le hacían preguntas que no se correspondían con las tareas que ella debía cumplir. Y Elena solo se limitaba a derivarlos, indicándoles, con falsa amabilidad, hacia qué sector debían dirigir la consulta que, erróneamente, le habían hecho a ella.

Hoy no había tenido que explicar el funcionamiento de las máquinas de depósito ni una sola vez. Por lo general, debe hacer esto con las personas de la tercera edad, o con gente que no está muy familiarizada con los trámites bancarios. De cualquier manera, el funcionamiento de la máquina no le requería mayores esfuerzos, ni mentales ni físicos. Conocía a estos artilugios mejor que a su propio perro.

Lo que aún no lograba comprender con exactitud eran los seres humanos. Ni sus actitudes, ni sus procederes. Esta era la primera vez que atendía al público en un trabajo, y la gente no tenía muy buenas maneras con ella. Digo esto porque Elena es una persona sensible al maltrato, tanto al verbal como al psicológico. Y créanme que los malos tratos eran moneda corriente en el banco Río de Florida y Sarmiento.

Hubo un día, cuando hacía poco tiempo que había entrado al banco, en que una anciana, que le hizo acordar mucho a su abuela, por su aspecto físico, le solicitó ayuda para depositar un cheque, que estaba a su nombre, pero en la cuenta de su hermana.

Primero que nada, Elena le pidió a la señora que endosara el cheque, ya que debía depositarlo en la cuenta de un tercero. Se trataba, simplemente, de poner su nombre completo aclarando la firma, el número de documento y dirección, y un poco más abajo el número y tipo de cuenta del beneficiado. Cuando se le explicó esto, la anciana se indignó. No quería poner tanto dato personal, le parecía un “atropello a la identidad”. Y para colmo la vieja no recordaba si el depósito tenía que hacerlo en una cuenta corriente o en una caja de ahorro.

Pero Elena no tenía acceso a dicha información, la anciana se enfureció con ella y enseguida la trató de incompetente. Trató de explicarle que con solo acercarse a una caja, un cajero tradicional, de carne y hueso, en menos de un minuto, podría informarle qué tipo de cuenta tenía su hermana. Y ni siquiera necesitaba hacer la fila. Pero ya era tarde, la anciana no quería escuchar palabra y aprovechó el momento de bronca para descargar toda su furia contra la señorita Elena.

Es que, Elena, nunca se casó. A pesar de sus treinta y siete primaveras, en los papeles, todavía era una señorita. Y tenía que soportar incidentes como el de la vieja, y su identidad atropellada, muy a menudo. Incidentes que, por lo general, la deprimían, o la angustiaban hasta el llanto.

Por fortuna, este no era uno de esos días y, sin sobresaltos, se hicieron las 15 horas. Nomás tuvo que atender a un simpático señor muy entrado en años, que coqueteó infantilmente con ella. 

Elena era una experta en lo que hacía, y supo explicarle al anciano, en una fracción de 27 segundos, cómo depositar tres mil pesos en billetes, en la caja de ahorro de su hijo, sin tener que hacer filas y en menos de dos minutos por reloj. 

De eso se trataba el trabajo de Elena: de enseñarle a las personas cómo ahorrarse hasta un 90% del tiempo que históricamente se malgastó, y todavía se malgasta, haciendo filas en el banco. 
Ese era el maravilloso aporte que, con el sudor de su frente, Elena le ofrendaba a la humanidad. Gracias a ella, y a sus pares, la gente común hoy puede aprovechar las horas ganadas al sistema bancario e invertirlas en telenovelas o programas deportivos. Y de esta forma, las personas obtienen algo que, hoy por hoy, está en devalúo: temas de conversación. Miles de partidos de fútbol y programas mediáticos son comentados diariamente por sus observadores. Y, al no tener que hacer colas en los bancos, la gente puede tener sus charlas televisivas en ascensores, verdulerías o, tal vez, en el transporte público.

Sin lugar a dudas, dicho aporte humanitario, que Elena realizaba tan eficazmente, perseguía fines netamente sociales y era aprovechado, en la mayoría de los casos, inútilmente. Al menos eso creía Elena, y así retroalimentaba su estado crónico-depresivo.

El único alivio para sus depresiones, al no tener marido, ni pretendientes, era su perro Elías. Y hoy, como todas las tardes, la recibió saltando y ladrando de felicidad. El scottish terrier tenía cuatro años de edad, y su característico pelo negro y grueso lograba que el animal despidiera un tufo un tanto agrio. Que se intensificaba en verano, y sobretodo con altos niveles de humedad. Pero muy poco le importaba esto a Elena porque, con olor desagradable y todo, Elías era el único ser que le demostraba sincero afecto, las 24 horas del día.

Había llegado cansada del trabajo, y se acostó con el perro en el somier. Generalmente Elías dormía en el sillón, pero de vez en cuando Elena lo autorizaba a subirse a la cama. Aunque, a decir verdad, ella debía subirlo a él, porque la estrechez de sus patas lo limitaba para realizar algunas de las más comunes actividades caninas.

Todavía no daban las cinco cuando Elena se levantó de la cama y entró a la cocina, sacó una manzana de la heladera y agarró la correa del can, que la venía siguiendo con la mirada y enseguida comenzó a dar brincos, al tiempo que emitía extraños sonidos guturales, que oscilaban entre llantos y aullidos.

Bajaron los tres pisos por la escalera a gran velocidad y, no bien estuvieron fuera del edificio, el perro marcó su territorio en la mismísima puerta de calle, y en presencia del señor Gerardo, el portero. Quién lo vio todo de reojo, y puso su cara más seria para decir:

- Buenos días señorita Costas.

A lo que Elena contestó:

- ¿Qué tal Gerardo?

Y sin esperar respuesta, se dio media vuelta y enfiló con el perro para el otro lado de dónde se encontraba el encargado.

Sistemáticamente, Elías meó cada quince o veinte metros, en postes de luz, tachos de basura, bolsas y, eventualmente, en algunas fachadas de edificios. Luego de dos cuadras y media llegaron a la plaza General Villegas, dónde el perro fue liberado de sus ataduras para poder moverse a gusto y piacere por el pequeño parque.

Elena se sentó el banco donde, todas las tardes, cae el último rayo de sol. Se sentó y comió la manzana mientras observaba a su mascota corretear. Era allí donde aprovechaba para desconectar sus pensamientos. Durante una hora completa, Elena se olvidaba de su trabajo, de los malos tratos, de la gente, y de su desdicha.

Sentada en la plaza se transportaba. Se veía a si misma viviendo en otras ciudades, y con diferentes trabajos (mucho más amigables que el actual). Se imaginaba hablando otros idiomas, y desarrollando grandes pasatiempos como la equitación o la construcción de barcos a escala. Fantaseaba sin límites, y así pasaban los minutos, hasta que su vuelo era interrumpido por sonidos o movimientos bruscos del mundo exterior.

Elías ya cansado, se había acostado debajo del banco. Y esperaba a que su dueña se decida a bajar a la realidad y volver al departamento. El sol todavía se escondía temprano a fines de septiembre, y cuando volvieron a casa ya estaba refrescando.

Eran las 18.50 cuando subieron al departamento. Dos ambientes, con balcón a la calle. Todo pintado de blanco y con pocos adornos en las paredes. Muebles de madera, simples y funcionales. Sin televisor. El baño era un mundo aparte. Pintado de un violeta suave, con azulejos un poco más oscuros dentro de la misma gama, y luz graduable a gusto del usuario. Estaba decorado con pequeños cuadros que combinaban entre sí, y con el violeta reinante.

Hacía más de seis años que Elena alquilaba allí en Palermo y, a pesar de no tener relación alguna con los vecinos, le encantaba el barrio, las calles y la arboleda.

Se sentó en su único sillón y encendió la radio. Pronto sonó el teléfono, y luego del tercer aviso, levantó el tubo. Era su amiga de la escuela secundaria, Alicia. Quien generalmente la llamaba una vez por semana, y para contarle cosas bastante irrelevantes. Pero Elena siempre se tomaba la molestia de escucharla con atención y sin demostrarle el más mínimo desinterés.

Pero esta vez, Alicia tenía una propuesta para hacerle. Salida al cine, y a cenar. Uno de los pretendientes de Alicia estaba acompañado por su primo, recién llegado de Colombia, y la idea era que salieran los cuatro juntos. La cita era para mañana, y pasarían a buscarla por su casa, a las 19:00.

Alicia era una de esas personas que hablan muy rápido, sin parar. Se contestaba a sí misma. No le había dado a Elena oportunidad de negarse. El monólogo finalizó con un rotundo:

- …quedamos así, siete en punto estamos en tu casa. ¡Carlos me dijo que Gustavo te va a encantar! Te tengo que dejar ahora. Mañana nos vemos, besito.

Elena cortó el teléfono y en su cabeza empezaron a dar vueltas todo tipo de pensamientos. Divagó que, a pesar de su buena figura y sus finos rasgos faciales, siempre le había costado mucho trabajo relacionarse sentimentalmente. Tal vez por su timidez o quizás porque nunca había logrado enamorarse. Es que ella nunca se dejó engañar por el placer de los orgasmos, sabía que eso no era amor, al menos no en su forma completa.

De a poco comenzaba a deprimirse nuevamente. Se imaginó en la cita, estando callada y silenciosa, escuchando a los demás riendo y conversando en voz alta. Seguro le daría uno de esos enmudecimientos nerviosos y que, por más que tenga cosas para decir o acotar, su boca no podría moverse. Así el colombiano nunca querría nada con ella. ¿Quién intentaría besar unos labios que no ríen, que no se mueven, ni emiten sonido alguno? Labios total y completamente estáticos, sin vida. Por eso todavía estaba sola: no sabía cómo tratar con los hombres.

Elena supo que debía abandonar esos pensamientos de inmediato, que eran contraproducentes para su estado de ánimo. Solo lograba ponerse cada vez más nerviosa, y todavía faltaba un día entero para la cita. Por suerte, la somnolencia comenzó a invadirla.

Eran las 21:35 cuando abrió el freezer y puso a descongelar un “pata y muslo”, que había separado el día anterior. Dos minutos tardó el microondas en hacer lo suyo, mientras ponía una olla a hervir y cortaba algunas batatas y zapallitos. Condimentó el agua con sal, pimienta y medio caldito, luego echó adentro el pollo junto con las verduras, y se fue a leer al sillón del living dónde, desde hacía ya un buen rato, Elías dormía patas para arriba.

No llegó a leer más de cuatro páginas cuando bostezó por tercera vez. Y para el siguiente párrafo ya estaba dormida. Soñó con un apuesto joven, rubio y fornido, que coqueteaba con ella en horas laborales. Ella intentaba explicarle cómo hacer un depósito, pero le costaba muchísimo trabajo. Hablaban diferentes idiomas. Mientras ella balbuceaba el funcionamiento de la máquina, él la miraba fijamente, primero a los ojos, y enseguida bajaba a los senos. Volvía a los ojos, y de vuelta a los senos.

El joven la interrumpió, agarró su mano, su delicada mano. De rodillas la besó cerca de los nudillos. Posó sus labios, y luego su lengua recorrió todo el brazo. Elena se estremeció. Con su mano libre lo tomó del cabello, mientras él volvía a pasarle la lengua entre sus dedos, y ahora también por la  palma. Ella comenzaba a excitarse, y cerraba los ojos para sumirse mejor en el orgasmo. La lengua era suave y larga. Pronto sintió un inmenso calor, y se despertó sobresaltada. Observó su mano, estaba toda baboseada, y debajo de ella, sonriente y meneando el rabo, su fiel Elías.

El can poseía un olfato privilegiado en materia gastronómica. Elena pinchó las batatas y el pollo, todo estaba en su punto justo de cocción. Coló las verduras, separó el caldo, y se sentó a la mesa, mirando hacia el balcón. Comió sin pensar en nada, con la mente en blanco. Elena tenía la virtud de abstraerse del mundo exterior. Vagaba entre sus pensamientos, o descansaba en el vacío mental.

Habían pasado diez minutos de la hora 23 cuando bebió la última cucharada de caldo. La comida había estado por demás sabrosa, pero Elena no lo había notado. Es que, al menos cuatro veces a la semana, comía lo mismo: pollo con verduras hervidas. Formaba parte de su rutina, y no le despertaba sensación alguna.

Lavó la vajilla y pasó por el baño, cepilló sus dientes y también sus uñas. Le dio a Elías su ración diaria de alimento balanceado con gusto a carne, y se acostó.

DIA II

Había tardado menos de cinco minutos en dormirse la noche anterior y, al escuchar el despertador, a las 7:45, se levantó sin dar demasiada vuelta. Elías la siguió a la cocina. Cuatro tostadas con dulce y café. Elena había amanecido con un llamativo buen humor y, luego de pasear al can, se fue derechito para el banco.

Era 28 de mayo y, como en todos los finales de mes, eran épocas de tranquilidad en el trabajo. La primera quincena siempre es la peor. Más que nada por el tema de los vencimientos.

Durante casi toda la mañana, Elena sintió en el interior de su cabeza una frescura desconocida para ella y, después de una hora y media de trabajo, solo había tenido que atender a dos personas. La última de ellas, era el mismo señor que había coqueteado con ella el día anterior. Le había traído de regalo un bombón de chocolate relleno con jugo de cerezas, y Elena sintió el compromiso de aceptarlo y saludar al viejo con una pequeña sonrisa. Y después de hacerlo, automáticamente, perdió el gran estado de ánimo que tenía. 12:42, primer resoplido. A dios gracia, dentro de un rato se tomaría tres cuartos de hora para almorzar, y la panza llena quizá podría reencontrarla con su mejor humor.

Elena siempre se llevaba un tupper con comida al trabajo. Hoy había traído ensalada rusa. Pero bien podría haber sido arroz con atún, o un mix de vegetales hervidos. Todos los sábados por la tarde, Elena cocinaba para toda la semana. Separaba y congelaba la comida de cada día en bolsas y tuppers.

Para las 14:20 ya se había terminado la ensalada y estaba de vuelta en su puesto de trabajo. El banco estaba bastante lleno, y el buzón de los sobres se atascó tres veces en ese último rato de trabajo. El problema es que a la gente le encanta llegar al banco sobre la hora. Diez, o incluso cinco, minutos antes de que cierre. Esa bendita manía de dejar todo para último momento.

Antes de las 15:10, ya estaban todos afuera y Elena se fue para su casa sin perder tiempo. Por suerte, viajó sentada en el subte, y llegó al departamento en menos de treinta minutos.

Elías la recibió como siempre, eufórico y saltarín. Con el perro detrás de sí, Elena puso a llenar la bañera, y luego se sirvió un vaso de jugo en la cocina. Lo bebió de un solo trago y salió con Elías para la calle. Caminaron cuatro cuadras y volvieron sin pasar por la plaza. Elena no quería desperdiciar ni un minuto del tiempo que le dedicaría a su aseo personal, previo a la salida con Alicia, Carlos y Gustavo.

Ni bien subieron, ella se metió en el baño, y Elías se tumbó en la cocina, con sus cortas patas mirando hacia arriba. Elena salió para buscar el vestido que usaría esa noche, barrió su habitación rápidamente, y enseguida volvió a entrar al baño. Eran las 17:33 cuando se sumergió en la bañera, llena hasta el tope, y con agua por demás caliente.

Lavó todo su cuerpo dos veces, con dos jabones diferentes. Uno nutritivo para la piel, y otro más cremoso y con fragancia a melón. Puso shampoo en su cabeza, se sumergió varias veces, y luego se relajó. Dejó sus brazos quietos, sobre los bordes de la bañera, y en menos de tres minutos se durmió.

Cayó en sueño profundo. Se vio a si misma en un enorme parque, lleno de arboledas y arreglos florales. A su lado estaba Elías, fiel compañero. Pero no era perro, tenía la forma de una pequeña cabra de montaña. Juntos se pasearon por el parque, que cada vez se hacía más arbolado y oscuro. Mientras caminaban mantenían una conversación, sobre ningún tema específico.

Oscurecía más y más en el pequeño bosque. Pronto llegaron a un claro, donde se podía ver la luna llena. La noche era muy oscura, se tiraron en el suelo para ver las estrellas, y de golpe pudieron divisar a un enorme dragón volando alto. Era de color bordó, y monstruosamente grande.

De a poco el dragón comenzó a descender en círculos, logrando así generar el terror de Elena, y también el del pobre Elías. La bestia escupía fuego por el hocico, mientras aumentaba la velocidad de vuelo. En pocos segundos estaba sobrevolándolos de muy cerca. Elena y su pequeño perro encarnado en una cabra, se abrazaron mutuamente y se hicieron un bollo en el piso. Nuevamente Elías empezó a lamer su mano. Elena se despertó y escuchó el timbre. Eran las 19:09, salió de la bañera de un salto, fue hasta la cocina y atendió el portero eléctrico:

- Hola...
- Elena, muñeca, hace diez minutos que estamos tocando.
- ¡Ya bajo!

Volvió al baño, sacó el tapón de la bañera y se puso el vestido, escotado y anatómico, permitía que se lucieran bien sus senos, firmes y sin corpiño. El vestido no era muy largo, dejaba sus piernas descubiertas en un 90%. A las apuradas se puso unos zapatos color crema con taco medio y, sin perder un segundo, le dio a Elías su alimento, se despidió de él y se fue.

En el ascensor pintó sus labios, y ese sería su único maquillaje. Se perfumó en el mismo acto y, mientras abría la puerta del ascensor, saludó con la mano a su amiga, que estaba con los dos hombres del otro lado de la puerta de calle. Uno era un poco petiso, con el pelo entrecano y cara de sin vergüenza; y el otro, que sí tenía aspecto de colombiano, era morocho, de tez oscura y corpulento, medía un metro noventa fácil.

Carlos tenía un pantalón de gabardina color beish, camisa celeste y un saco gris claro; Gustavo: un pantalón de algodón blanco, era holgado pero de todas formas le hacía bulto al frente, tenía hojotas y una remera de manga larga ajustada al cuerpo y con escote en V; y Alicia, más de lo mismo: un vestido escotado, rojo y negro, y taco aguja en los zapatos de charol color carmín.

Los tres saludaron afectuosamente a Elena y pronto subieron al coche de Carlos. Era un Volvo gris, modelo `88, bastante limpio y bien cuidado. Gustavo se sentó atrás, junto a Elena, la miraba en silencio y sonreía. Ella se hizo la desentendida un rato, mirando por la ventanilla, hasta que por fin le dijo:

- ¿Es tu primera vez en Buenos Aires?
- Sí, nunca antes había salido de Colombia.
- ¿Cuándo llegaste?
- Hace tres días...

Y eso fue todo por el momento. Al parecer ambos tenían el mismo problemita de la timidez.

- Faltan dos cuadras y llegamos. -dijo Carlos, mientras los observaba por el retrovisor.

Bajaron del auto cuando ya eran las 19:40. Se acercaron a la boletería y Carlos pagó las cuatro entradas para “La pasión de Anna”, en su función de las 19:55. Era una película alemana y, a juzgar por el título, seguramente era un drama romántico.

Mientras ellos hacían la fila para comprar refrescos, las chicas fueron al baño, donde Alicia y su vertiginosa lengua embistieron a la pobre Elena de frente al espejo.

- ¿Qué te parece Gustavo? Es lindo el morocho.
- Sí.
- Carlos me contó que tiene una fama bárbara allá en Bogotá.
- Mirá vos...
- Siempre anda con tres o cuatro al mismo tiempo, y ellas lo comparten a conciencia. No se pelean ni nada por el estilo.

Elena se limitaba a escuchar.

- Yo no podría compartir a mi macho, creo que no podría.
- Yo no se...
- Pero este Gustavo debe ser un dios en la cama. ¿Me entendés? Es que, por algo lo comparten así sin más. ¿No te parece?... Oíme, si llegás a pegar onda, te lo llevás a tu casa y mañana te llamo. ¿Okey?
- No se Alicia... apenas cruzamos dos palabras.
- Pero a este negro te lo levantás en tres minutos, y sin el menor esfuerzo. Los negros están siempre calientes Elenita, siempre... lo digo por experiencia.

Alicia le guiñó el ojo al decir esa última frase, y Elena recordó cuanto aborrecía que le dijeran “Elenita”. Salieron del baño, cuando faltaban cinco minutos para que empiece la función. Se juntaron con ellos y se enfilaron para entrar en la sala número cinco.

Entraron y se sentaron cerca del pasillo, bien al fondo. El cine estaba casi lleno, y la gente estaba bastante ruidosa. Gustavo estaba junto a Elena, y Carlos y Alicia en las mismas butacas, una fila más abajo. Pronto se apagaron las luces y la gente enmudeció.

En ese preciso instante, Gustavo besó a Elena en la mejilla, y le susurró al oído:

- Gracias por aceptar la invitación, en verdad lo aprecio. No conozco a nadie aquí y me gustaría mucho conocerte un poco más.


Elena supo que él quería tener algo con ella, y la enterneció la forma en que se lo dijo. Tomó la mano del negro, y comenzaron los adelantos en la pantalla.

 Tres horas más tarde Elena y Gustavo estaban en la cama, y allí permanecieron hasta pasadas las dos de la madrugada. Gustavo tenía un cuerpo escultural, y Elena hacía añares que no tenía tantos orgasmos en una misma noche.

Comieron, tomaron vino, y prometieron volver a verse al día siguiente. El moreno se fue de la casa de Elena cerca de las tres de la madrugada, y ella durmió profundamente hasta pasadas las ocho.

DIA III

Lo primero que hizo al despertarse fue pasear al perro, y después se preparó un sustentable desayuno: omelette, café doble, y una manzana de camino al subterraneo. Que por suerte no estaba demasiado lleno.

Salió de la boca del subte a las 9:45, y el sol otoñal iluminó su rostro. Se sintió feliz por ello, y también por la estupenda noche que había tenido. Caminó sonriente las cuatro cuadras que había entre el banco y la estación Catedral, y llegó al trabajo con solo tres minutos de sobra.

Prácticamente no había clientes en el banco, y no los hubo en toda la mañana. Recién cerca del mediodía empezaron a llegar algunos ‘depositantes’, y la fila de las cajas se fue llenando de a poco.

A las 12:40, Elena ayudó a un motoquero novato con el pago de una tarjeta y se tomó un receso para comer. Hoy se había traído arroz con atún, el mismo que se había acordado de descongelar la noche anterior cuando regresaron del cine.

Lo comió si apuros y luego se compró una gaseosa en el kiosco que estaba frente al banco, y antes de las 13:30 ya estaba otra vez en su puesto de trabajo.

El resto de la jornada fue bastante tranquila, los clientes no habían estado muy demandantes con ella. La última semana del mes era, sin dudas, su preferida. Hasta tuvo tiempo para dejar volar su imaginación un rato. Parada, cual granadero, al costado izquierdo de las máquinas de depósito, pensó en Gustavo. Imaginó qué tipo de trabajo podría tener allá en Colombia. Y pudo visualizarlo manejando camiones, y cargando enormes troncos sobre el grosor de su espalda. Luego pensó que también podría ser boxeador, o luchador grecorromano. Lo vio sudando, siendo golpeado fuertemente en el rostro, y sangrando por su negra boca. Todos esos pensamientos la estremecieron, sintió calor y muchas ganas de estar con él nuevamente en la cama.

Cuando miró su reloj ya eran las 14:53 y una mueca de felicidad se le dibujó en el rostro. Diez minutos más tarde ya estaba caminando hacia la boca del subte.

Giró la llave de su departamento a las 15:45, y al otro lado Elías movía la cola, emitía unos alegres gruñiditos y rascaba la puerta con sus patas delanteras.

Lo primero que hizo cuando entró fue sacarse la ropa y tirarse en la cama, cerró sus ojos y acarició al perro, que se regodeaba sobre el acolchado. Ella también parecía regodearse de felicidad. A las 20:30 vendría Gustavo a cenar, y el cosquilleo que sentía en los momentos previos era la parte más deliciosa de todas.

Luego de un rato se fue con el perro para el supermercado. Bajaron las escaleras a todo vapor y caminaron los setenta y cinco pasos que había desde el edificio hasta ‘el chino’, realizando, durante el trayecto, sistemáticas detenciones para que Elías dejase bien en claro quién manda en Palermo Viejo.

Con el perro atado afuera, Elena ingresó en el súper y comenzó a dar vueltas sin saber qué cosas compraría exactamente. Debía preparar una cena espectacular, pero nada demasiado pesado. Nadie querría una indigestión o un ataque al hígado y, menos que menos, si la idea es repetir o superar el rendimiento de la noche anterior.

Dando vueltas se detuvo en el sector de la verdulería, y quedose allí parada un buen rato. Las frutas no tenían muy buen aspecto, se notaba a simple vista. Pero Elena estaba como tildada, observando el cajón de manzanas, sin percatarse de que la verdulera la miraba esperando algún tipo de reacción de su parte.

Después de cinco minutos volvió en sí, y la empleada le preguntó:

- ¿Quería llevar algo?
- No, gracias.

Dio media vuelta y siguió girando en derredor a las góndolas sin saber qué llevar. Y lo peor es que ni siquiera pensaba en qué cosas podría cocinar. Elena entraba en los supermercados y, simplemente, se quedaba fuera de sí. Con la mente en blanco. Como si visualizara en su cabeza una lista de supermercado escrita con tinta invisible.

Debe haber estado allí adentro unos quince minutos, hasta que por fin agarró una lata de palmitos, medio kilo de camarones, manzana, apio, salsa golf, y dos botellas de vino espumante. Sería una cena liviana, afrodisíaca y, lo mejor de todo, fácil de preparar.


Elías se había dormido afuera. Elena lo llevó a dar una vuelta a la manzana, y volvieron a casa. Ni bien subieron, Elena puso ropa a lavar. Una carga liviana de azul y verde. Prendió la radio y se puso a limpiar el departamento, que no estaba del todo sucio, pero nunca estaba de más una repasada.

 Cuando se quiso dar cuenta eran casi las ocho, guardó el plumero, el trapeador, y se metió en el baño. Abrió la ducha y no salió de allí hasta que sonó el timbre. Gustavo había sido bastante puntual.

Elena salió de la ducha y le abrió desde el portero eléctrico, entró al baño de nuevo, y salió vestida con una tanga negra y un babydoll colorado y traslúcido. Y así, sin más, le abrió la puerta a Gustavo, que al verla se puso como un toro.

Hicieron el amor rabiosamente, dos veces seguidas, en un lapso de cuarenta minutos. Y esta vez Elena tomó al toro por las astas. Lo llevó a su ritmo, sin darle respiro.

El negro estaba muy bien dotado y, cuando la cosa es así, la mujer es quien debe maniobrar el armatoste y alcanzar, así, el máximo placer posible. Y ella lo hacía muy bien, sabía exactamente lo que su cuerpo quería. Se movía en la cama, como pez en el agua.

Bebieron el champagne, comieron las copas de camarones, y hablaron bastante poco. Gustavo era un tipo silencioso, y eso le gustaba a Elena. Ella no era una mujer común, hablaba lo justo y necesario, y prefería escuchar a los demás antes que andar ventilando sus pensamientos.

Una vez acabada la comida, y el alcohol, volvieron a hacer el amor, dos veces más. Y casi sin darse cuenta se durmieron abrazados.

DIA IV

El despertador sonó a las 7:30, y Elena saltó como resorte de la cama. Desayunó omellettes  con el moreno, y se metió en la ducha. Veinte minutos más tarde sacaron a pasear al bueno de Elías, caminaron hasta la plaza Villegas y allí se despidió Gustavo, que volvería para la casa de su primo en el barrio de Belgrano.

Elías fue liberado, y Elena fue lentamente a sentarse en su banco predilecto. Relajó su mente y puso su cara al sol. Realentó sus expiraciones y abandonó la conciencia por un rato. Sentía, adentro suyo, que todo estaba en su lugar, no había piezas sueltas ni asuntos sin resolver. De pronto el perro ladró. Primero una, luego dos y tres veces más. Elena reaccionó y miró la hora: 8:55, tiempo de irse.

Volvieron rápidamente al departamento, Elena buscó su cartera, el tupper con arroz y verduras, algunas monedas, y salió a toda prisa para sumergirse en el subterráneo. Entró al banco a las 9:50 y se quedó estática a un costado de las máquinas de depósitos, observando como nadie venía a utilizarlas.

Recién a las 11:35 le llegó la primera consulta. Era un chico, que no tendría más de quince años, y Elena le explicó cómo depositar los cheques que traía en la cuenta corriente de su padre. Pocos minutos más tarde apareció la misma anciana que una vez la había tratado de incompetente. La recordaba muy bien, igualita a su bisabuela materna.Pero ahora no la maltrató ni nada por el estilo. Esta vez la vieja parecía una persona alegre. Le pidió ayuda a Elena con el depósito. Y antes de irse le regaló dos caramelos de miel con chocolate. Y Elena los guardó en su cartera, para comerlos después del almuerzo.

Afuera era un día perfecto: 23 grados de temperatura, ausencia de nubes y prácticamente nada de humedad; un viento ligero, arrancaba las primeras hojas marchitas de la temporada, y comenzaba a correr cada vez más aprisa bajo el sol otoñal.

A las 13:25 comenzó su hora de almuerzo, y caminó hasta Plaza de Mayo, para almorzar allí, al aire libre, y en compañía de las palomas y los eventuales transeúntes. Divisó un banco vacío, al sol, y con poca gente en derredor.

Comió plácidamente el arroz con vegetales, era una de las comidas que más a menudo cocinaba, pero esta vez le pareció que estaba mucho mejor que otras veces. Como si tuviera un ingrediente indescifrable, algo totalmente nuevo para su paladar.

Masticó cada vez con mayor lentitud. Como si de esta forma pudiera descifrar ese aroma secreto que, de a poco, empezaba a desesperarla. Mantuvo fija su mirada en la Casa de Gobierno, mientras masticaba más y más despacio, decenas de veces cada bocado.

Después de perder la noción del tiempo, Elena reaccionó gracias a una paloma que aterrizó en el interior del tupper semivacío, que tenía sobre sus muslos. Miró su reloj, y ya habían pasado casi cincuenta minutos, guardó todo y volvió al trabajo saboreando los caramelos de la anciana.

Apenas le faltaba media hora para irse a casa, y el buen humor ayudó para que la espera sea llevadera. Antes de cerrar las puertas al público, ingresó el viejecito que siempre coqueteaba con ella. Traía una cara larga, y estaba sin afeitar.

Elena le ofreció su ayuda y él le dijo que no era necesario. Tenía la voz quebrada, y Elena insistió en saber qué le pasaba.

- Señor... ¿se siente bien?
- Sí... no es nada m’hijita, estoy bien.
- ¿Seguro? Cuénteme señor...
- Es que soy muy reservado señorita...
- A veces es bueno hablar con un desconocido, no lo voy a juzgar, solo quiero escucharlo.
- Bueno... estoy un poco triste, tuve una pelea muy fuerte con mi hijo.
- ¿Por qué pelearon?
- Porque está muy desorientado, y es un intolerante. Yo toda mi vida traté de ayudarlo, pero él siempre fue un negado. Le ofrecí trabajos, lo incentivé para que estudiara, hice todo lo que pude para verlo feliz y seguro de sí mismo. Pero él se enoja cada vez que le quiero hablar del tema.
- ¿Cuántos años tiene su hijo?
- Tiene 41, y créame que es un vago, y un mal educado. Me da mucha vergüenza reconocerlo, pero es así.
- Sí, le creo. Pero me parece que él ya está bastante grande. Debería enderezar su vida por motus propio, no porque usted se lo diga.
- Ya lo se señorita, pero me duele tanto verlo así. No puedo evitar reclamarle todo esto.
- Lo entiendo señor, no se aflija. En algún momento su hijo se dará cuenta de todo esto, y cuando lo haga, estoy segura, le pedirá disculpas.
- Dios te oiga m’hija, dios te oiga...


Charlaron un buen rato, y caminaron juntos hasta a la boca del subte línea D. Ella le dio su teléfono y le dijo que podría llamarla si necesitaba conversar algún día. Se despidieron y Elena se sumergió en el subterráneo.

Al salir del subte, pasó por una florería y compró una docena de margaritas; caminó tranquila por la gran arboleda de la calle Serrano, contempló sonriente aquellos retazos de naturaleza que todavía quedaban en la ciudad.

La charla con su nuevo amigo y el suave andar la habían retrasado más de lo normal. Elías supo de inmediato que había llegado, al menos, 35 minutos tarde. Y su celoso hocico identificó el olor del viejo impregnado en la chaqueta de su dueña.

Entre aullidos y saltos, entraron los dos en la cocina y, mientras Elena se preparaba un licuado de naranja y frutilla, el perro no dejaba de observarla. La miraba cada vez más serio, como si intentara descifrar su exacto pensamiento. Ella notó su mirada inquisidora, y comenzó a verlo de reojo. Mientras cortaba las frutillas, el perro se fue acercando cada vez más mirándola directamente a la cara. Elena lo veía de reojo y en silencio, hasta que se tentó, dejó escapar una pequeña risa, y Elías ladró. Entonces rió con fuerzas, y revoleó una frutilla por el aire. El perro la atrapó elevándose a un metro del suelo. Y créanme que un paticorto, de treinta centímetros de alto, pegando semejante salto es una proeza digna de ser vista.

Elena se tomó el licuado en la cama, y con la radio de fondo. Hasta que, de golpe, se levantó y comenzó a revisar su placard. Revolvió las cosas con cierta ansiedad y, en el fondo de la parte más alta, encontró sus viejos patines. Cuatro ruedas, de cuero blanco con detalles naranjas. Tenían casi veinte años, pero estaban como nuevos. Siempre supo cuidarlos muy bien y, a pesar de que los había usado mucho en una época, no tenían ni un solo rayón en el cuero.

Se los puso sin vacilar y salió con el perro para la calle. Elías, anonadado con el accionar de su dueña, no hacía más que aullar y caminar lo más rápido que podía para ir a la par con su dueña. Poco se preocupó por delimitar su reino, el hecho de verla a Elena patinando le provocó una especie de éxtasis.

En pocos minutos llegaron, por Thames, hasta Santa Fe y, desde allí, enfilaron para el rosedal. Elena patinaba con naturalidad. Después de haber estado doce años sin intentarlo, se patinó como si nada, como si el tiempo no hubiese pasado, y estuvieron andando un buen rato. Volvieron al departamento casi dos horas más tarde.

El pobre de Elías había quedado fundido, no había corrido tanto desde sus épocas de cachorro. Pero se sentía tan feliz, tan perrunamente complacido, que se durmió sonriente bajo el sillón del living. Elena barrió un poco la cocina y el cuarto y, mientras se calentaba el agua para los fideos, puso a lavar una carga grande de ropa blanca.

A las 20:30 sonó el teléfono, era Gustavo. Charlaron un rato bastante largo, tanto que el agua hirvió hasta evaporarse en una tercera parte. Elena suspiraba corazones por el moreno, y le contó buena parte de lo fabuloso que había resultado su día. Y se dio cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no mencionaba las palabras “día” y “fabuloso” en una misma frase. Quedaron en salir al día siguiente, antes de que termine la tarde. Gustavo pasaría a buscarla cuando regresara del trabajo y marcharían hacía un itinerario sorpresa que el moreno tenía planeado.

Después de colgar el teléfono, fue a la cocina y echó en la olla dos tazas más de agua. Le incorporó sal, pimienta y, unos minutos más tarde, puso los mostachole. Sacó la crema y el queso de la heladera, y se puso a leer un viejo libro de poesías. La mayoría eran de autores desconocidos, e incluso había varias anónimas. Elena lo atesoraba desde que tenía trece años, cuando su abuela se lo obsequió, dos meses antes de morir.

Doce minutos después los fideos estaban al dente y, luego de colarlos, les incorporó la crema y media lata de champiñones y, mientras revolvía todo, echó el queso en hebras y un poco de estragón.

Elías andaba ya por el cuarto o quinto sueño, y ni se percató que la comida estaba lista. Elena cenó en el balcón. Acomodó la mesa de plástico y una banqueta e, iluminada por una luna casi llena, comió y bebió media botella de vino blanco. Era una noche espectacular, corría una brisa afable, que ni siquiera despeinaba. La contaminación lumínica dejaba ver alguna que otra estrella en el firmamento, y Elena sintió la necesidad de agradecerle al cosmos por tanta belleza. Ella no era religiosa, pero si creía en la ciencia, en la vía láctea y en la teoría del big bang.

Después de cenar reposó quince minutos en su sillón con el libro de poemas, y se dio un baño de inmersión. Las dos horas de patinaje habían resucitado sus músculos, tenía los muslos contraídos y duros como una roca. Antes de meterse en el agua hizo algunos ejercicios de elongación, y se bebió otra copa de vino.

En menos de diez minutos se había dormido en la bañera. Soñó que manejaba un auto rojo a toda velocidad. Era de noche, y la ruta estaba desierta. Luego de andar un buen rato, apareció un hombre a un costado del camino. Tenía un bolso a su lado, era un viajante. Elena detuvo el auto, y cuando bajó la ventanilla pudo notar que el hombre era Gustavo, pero no parecía tan negro como lo es en realidad. Le abrió la puerta y se sentó a su lado. Y enseguida, el no tan negro, se le puso a charlar como si la conociera de toda la vida, montando una especie de monólogo al que Elena no le prestaba demasiada atención.

Seguían pasando los kilómetros, y la nueva e irritante versión de Gustavo no había dejado de hablar ni por un segundo. Elena comenzó a molestarse y a manejar cada vez más rápido. Hasta que el camino, de repente, hizo una curva sumamente cerrada, la cual Elena no pudo prever. El coche derrapó de costado y cayeron por un acantilado, colisionando con las rocas y cayendo finalmente al mar.

El agua comenzaba a inundar el interior del vehículo y, por suerte, Gustavo ya no hablaba, tenía una cara de susto terrible. Elena comenzó a reírse al ver su expresión. El agua siguió subiendo hasta que los tapó por completo y, en el momento en que empezó a quedarse sin aire, Elena se despertó sobresaltada. El agua de la bañera estaba casi helada, salió tiritando y se envolvió en un toallón.

Ya casi era medianoche cuando Elena se acostó. Dejó la radio encendida, con el volumen bajo. Puso la alarma a las siete y media, y se durmió sin dar vueltas. Esta vez no soñó nada concreto, al menos nada que pudiera recordar. 

DIA V

Había llegado el tan ansiado viernes. Elena apagó su alarma, después del tercer aviso, y salió de la cama a las 7:45, lavó su cara, sus dientes y se fue con Elías para la calle. El perro estaba bastante mansito, se lo podía notar mucho más relajado de lo normal. Caminaron cinco cuadras y volvieron al departamento.

Todavía no daban las 8:30 cuando Elena se terminó de arreglar, y se puso a preparar el desayuno: ensalada de frutas (mandarina, banana, manzana) y tres tostadas con queso fresco. Dos vasos de agua, y a la calle.

Se sumergió en el subte a las 9:13, y tardó veinticinco minutos en llegar al banco. Se tomó un café de máquina y, paradita al lado de los puestos de autoservicio, se quedó esperando a que el banco abra sus puertas.

La mañana había arrancado bastante tranquila, Elena repuso sobres y atendió, sonriente, las dudas y consultas de casi todos los clientes que pasaban cerca suyo. Incluso las consultas que no se correspondían con sus tareas. Otra vez gozaba de un excelente humor.

El mediodía llegó rápidamente y, con él, los primeros rugidos estomacales. Antes de las 13:15, tupper en mano, Elena se dirigió hacia Plaza de Mayo donde almorzaría el resto de los fideos que había comido la noche anterior, un huevo duro, y una manzana de postre.

Minutos antes de las dos de la tarde, ya había terminado de comer y estaba nuevamente en su puesto de trabajo, atendiendo las últimas consultas de la jornada.

Antes de irse a casa apareció su nuevo amigo, el viejito que tan angustiado le había contado los problemas con su hijo. Le trajo un chocolate, simplemente se había acercado al banco para dárselo, y para agradecerle la charla del día anterior.

El hombre, de nombre Augusto, estaba de mucho mejor humor, como si la opinión de Elena hubiera aportado una cuota de esperanza en su corto porvenir. Y así, sin más, saludó a Elena, y se fue deseándole un buen fin de semana.

Habiendo ya pasado las 15:20, Elena caminó hasta el subte con una sonrisa, saboreando el obsequio del señor Augusto. Su paulatino andar, la llevó a contemplar con detenimiento el frenesí de los transeúntes. Los viernes el microcentro siempre era un caos. La gente salía del trabajo apurada y, de ser posible, antes de hora. Iban de aquí para allá. Corriendo, chocándose y maldiciendo. Y también aparecían aquellos que no frecuentaban el centro, y elegían los viernes para hacerlo; y los que sí lo frecuentaban, huían despavoridos ante tamaña aglomeración.

Sin apuros, Elena se desplazó entre el gentío como si fuera un pez que nada tranquilamente en el océano, mientras una tormenta eléctrica se desarrollaba en la superficie. Tomándose su tiempo, ingresó al subte pasadas las 15:30. Para terminar llegando a casa después de las cuatro de la tarde.

Gustavo pasaría a buscarla a eso de las cinco. Dejándole un pequeño margen de tiempo para alistarse y pintarrajearse. Pero antes que nada, bajó con Elías y dio una fugaz vuelta a la manzana, que fue suficiente para que el perro defeque, y orine unas ocho veces.

Al regresar Elena supo que debía apurarse, y que seguramente su macho latino tendría que esperarla un rato. Dejó de pensar y puso a llenar la bañadera, hurgó su armario y separó un vestido rosado, cortito y traslúcido. Del botinero sacó los únicos zapatos que tenía haciendo juego y buscó, sin éxito, su cartera de cuero blanca. Antes de que se llene la bañera, merendó un vaso de yogurt de durazno con cereales, y se metió en el baño. Se quitó la ropa y reposó su cuerpo sobre las tibias aguas.

Esta vez no se durmió, ni tuvo transes de ningún tipo. Se enjabonó tranquilamente, con sus dos jabones; lavó su pelo, y se puso dos tipos de cremas capilares diferentes, y no me pregunten que tipo de efecto producían en el cabello, porque no tengo ni la más pálida idea.

Salió de la bañadera y lavó sus dientes, durante casi diez minutos. Terminó de secarse, y se pasó crema humectante por todo el cuerpo. Peinó su negra cabellera con las manos, y dejó que sus ondulaciones sean lo que quisiesen ser.

Todavía no había empezado a maquillarse cuando llegó Gustavo. Le abrió desde el portero eléctrico, y tapada solo por una toalla, le pidió que se sentara en el sillón, copa de vino en mano, a esperar a que terminara de arreglarse. Entró con la ropa al baño, pintó sus labios rojo sangre, y puso en sus párpados una sombra color salmón con un dejo metalizado.

Con el vestido puesto, y sin ropa interior alguna, salió a saludar a su hombre. Gustavo se sobresaltó al verla, como lo haría un león ante una hembra en celo. Sigilosa, se acercó al sillón y le dio un beso en el cuello al moreno. Él la abrazó con fuerza y la tiró sobre sí en el sillón. Se besaron bestialmente. Gustavo ya estaba listo, desde que había entrado al departamento. Ella se levantó y, agarrándolo del pene, lo arrastró hasta el cuarto. Le practicó sexo oral durante diez minutos, y luego lo hicieron con furia, llegando juntos al orgasmo y en menos de siete minutos. Los nuevos ‘siete minutos más placenteros del día’.

Gustavo se volvió a poner la camisa y Elena, que ni siquiera se había sacado el vestido, se maquilló otra vez y salieron para la calle.




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