Unos pequeños destellos rosados se imprimían en el firmamento, mientras el señor Augusto tiraba baldazos de agua caliente sobre la vereda de Formosa 353. Utilizando un grueso escobillón, empapado en una precisa mezcla de lavandina, detergente genérico y agua, el portero del monstruoso edificio, se encargaba de sacarle el mayor brillo que le era posible a las grisáceas baldosas que cubrían el frente de la gigantesca residencia.
Comenzaba una mañana
fría, de un mayo repleto de mudanzas en el imponente
edificio de 19 pisos, con forma de "T" acostada, ubicado en la zona
sur del barrio de Caballito; y el rostro del señor Augusto se tornaba un poco más
agrio, cada vez que empezaban las seguidillas de mudanzas. Tener que registrar
a los nuevos inquilinos, y detallarles las normas de convivencia y las formas de proceder en el enorme conjunto de habitáculos, lo amargaban en demasía.
Aún no daban las 7:00
cuando apareció el primer camión del día. Era uno de esos bien grandotes, con
espacio para carga hasta por encima de la cabina del chofer. Bajó una joven
pelirroja, de unos 30 años, con buen porte y labios voluptuosos, peinada y
maquillada para rajar la tierra. La siguieron tres muchachos de corta edad,
todos empleados de la empresa mudadora, quienes enseguida se dispusieron a
bajar el mobiliario, del vehículo a la acera.
Radiante, la pelirroja,
saludó al portero y se presentó a sí misma como Carolina Vallezco, la nueva
inquilina del 15º G. Augusto respondió al saludo con sequedad, mientras los
tres jóvenes peones contemplaban a la susodicha y murmuraban por lo bajo,
arrojándose miradas de complicidad entre sí.
Cerca de las 8:00 la
mudanza de Carolina ya estaba prácticamente consumada. A los tres muchachitos
solo les restaba subir un somier, de 2,10 m. por 2,50 m., y una gran
cómoda color madera, con ocho cajones y un peso aproximado de 120 kg.
El encargado de la cara
larga hacía ya un buen rato que había dejado el escobillón, y se limitaba a
fiscalizar con suma atención los bruscos movimientos de los peones, procurando
que no rayaran el blanco piso del hall central del edificio, que él mismo
hubiere encerado minutos antes del amanecer.
Ya se habían paseado una
buena cantidad de vecinos, por el extenso y floreado pasillo que conecta la
puerta de calle con la vereda de Formosa 353, esquivando todo tipo de muebles y
cajas de mil formas con las pertenencias de Carolina.
- Buenos días Augusto
-dijo una vieja de unos 70 años, que salió del 'ascensor par' con un caniche
toy marrón atado a una correa color rosa.
- Buen día Adelaida
¿cómo está usted?
- Bien, gracias. Parece
que tenemos nuevos vecinos, ¿eh?
- Moneda corriente
señora -dijo el portero con una mueca de resignación en su labio inferior.
La nueva y voluptuosa
inquilina bajó por última vez para pagarle al
hombre que manejaba el camión de mudanzas, y para agradecerle al señor Augusto, quien le recordó que debería
pasar por su oficina, durante el transcurso del día, para registrar sus datos
como nueva titular de 'la llave', y le dio la bienvenida formal al recinto, con
su característica cara de amargado.
Al tiempo que la
pelirroja se dirigía hacia el camión para finiquitar la cuestión con el chofer,
uno de los vecinos ingresaba al edificio, sin poder evitar girar su cabeza para
observar la preciosa figura de la nueva residente inclinarse contra el frío
metal del Mercedes Benz mudador.
El joven, de no más de
27 años de edad, llegaba ojeroso y bastante borracho, pero dicha condición no
le impidió darse cuenta de que ahora la pelirroja taconeaba tras él, por el
florido pasillo de Formosa 353.
El borrachín saludó, con
un apagado murmullo, al señor Augusto, y llamó a los dos ascensores que iban a
los pisos impares. Eran tres en total: uno para los pares, uno para los
impares, y otro que iba a todos y se encontraba entre medio de los dos primeros.
Ingresó junto con la
señorita Vallezco en el primero que llegó, sin perder la ocasión de hacer uso
de su embriagante caballerosidad y dejarla pasar a ella primero. Marcaron el
13º y el 15º respectivamente. Ella lo saludó con amabilidad, y él respondió
como pudo.
- Usted es nueva aquí,
¿no es cierto?
- Sí, acabo de mudarme
-contestó sonriendo.
- Bienvenida al
'submundo'.
- Gracias -dijo ella con
una mueca de desconcierto en sus labios. Y el borrachín continuó hablando:
- 19 pisos, 13
departamentos por piso, será difícil que volvamos a vernos durante los próximos
diez días...
Ella irrumpió con una
risa encantadora, música de Vivaldi para los oídos del joven en estado de
ebriedad, que no supo hacer más que bajar la mirada. El ascensor se detuvo, y
el muchacho del 13º E salió de su interior dirigiendo un saludo cortés y
conciso hacia la pelirroja de sus sueños de borrachín.
Tardó algunos instantes
en sacar la llave de su bolsillo derecho e ingresó al departamento dónde fue
recibido, en forma instantánea, por un fornido gato negro de ojos dorados. El
animal lo saludó con dedicada ternura, era un espécimen excepcional, de fino y
brillante pelaje. Luciano era el nombre del alegre joven, y Abraxas el del
gato. El muchacho sacó una cerveza helada del fondo de su refrigerador verde
pastel, encendió un cigarrillo, el televisor y se durmió acariciando al entrañable
animal en la cama.
Dos pisos más arriba,
Carolina desempacaba cuidadosamente su ropa, sus adornos y el resto de sus
pertenencias. Sentía penetrar sus pulmones por un aire de renovación sumamente
gratificante. Acomodó primitivamente los muebles e intentó visualizar
internamente dónde pondría sus cuadros y espejos predilectos. El departamento
parecía gustarle mucho más ahora que en las dos visitas que le había dedicado la
quincena anterior, cuando todavía no estaban todas sus cosas en él.
En la planta baja se
sucedía una nueva mudanza, matrimonio joven con recién nacido. El señor Augusto
revisaba que todo se desarrollara en forma adecuada, y relojeaba* las
agujas de cuando en cuando. Después de las 11:00 ya no podrían utilizarse los
ascensores para cargar cosas, porque los vecinos iban y venían a esas horas de
la mañana, paseaban a sus perros, volvían del supermercado y se iban a
trabajar.
Cerca de las 10:45 bajó Luciano, el muchacho del 13º E, trajeado y portando las mismas ojeras que traía cuando había entrado al submundo tres horas más temprano. Atravesó el hall y el pasillo a paso ligero, otra vez llegaría tarde al trabajo. Dobló por Beauchef y cruzó el Parque Rivadavia por el camino que se forma entre los puestitos literarios que tan bien lo caracterizan. Se metió en el subte A, en dirección al microcentro, estaba repleto de gente, como todos los viernes por la mañana.
[Nota: 'relojear' es una
palabra proveniente del lunfardo, significa observar de reojo algún suceso,
persona y/o objeto, procurando que dicha observación no sea advertida por las
personas en derredor]
Cerca de las 10:45 bajó Luciano, el muchacho del 13º E, trajeado y portando las mismas ojeras que traía cuando había entrado al submundo tres horas más temprano. Atravesó el hall y el pasillo a paso ligero, otra vez llegaría tarde al trabajo. Dobló por Beauchef y cruzó el Parque Rivadavia por el camino que se forma entre los puestitos literarios que tan bien lo caracterizan. Se metió en el subte A, en dirección al microcentro, estaba repleto de gente, como todos los viernes por la mañana.
Adelaida y su caniche ya
hacía rato que habían terminado su rutinaria “vuelta a la manzana matutina”, y
ahora la señora ejercitaba duro y parejo la lengua con el señor Augusto en la
vereda, mientras el ruido de los colectivos matinales hacía eco en el interior
de su audífono. El 96 era un colectivo bastante fulero, se lo podía esperar más
de una hora por las noches. Su frecuencia se tornaba desastrosa a partir de las
23:00. Pero por las mañanas pasaba muy seguido.
Carolina salió del
ascensor en planta baja totalmente cambiada. Se había puesto unas calzas
negras, zapatillas a tono, una musculosa blanca y un buzo gris con capucha, unos auriculares salían de su bolsillo canguro, eran sostenidos por su delicada mano
izquierda. Su peinado también había cambiado. Ahora sus rojizos cabellos
estaban sujetados por una diadema y una coleta atrás. Salió a la calle a cara
lavada; saludó con una sonrisa a la señora Adelaida y dirigió algunas palabras
al portero.
- ¿Podría indicarme dónde hay una farmacia y una buena verdulería?
- Mire: tiene una
farmacia en aquella esquina -dijo señalando con su mano derecha hacia el este-;
y verdulerías hay tres, una acá a la vuelta, una sobre Viel o sino en la
avenida de allá -concluyó apuntando al sur.
La nueva vecina se
despidió de ambos, le hizo una rascadita de cabeza al perro de la vieja, y le
dijo al portero que, a su regreso, pasaría a verlo para hacer la registración
pertinente; se puso los auriculares y salió trotando por la calle Viel,
llegando al Parque Rivadavia en menos de dos minutos.
Era un mediodía bastante
soleado, se veían apenas cuatro nubes, pequeñas y espumosas, sobre un cielo
azul brillante. Los árboles presentaban una gama de naranjas y marrones
deliciosos al ojo humano, y los pájaros revoloteaban las diversas fuentes y
bebederos de agua, aprovechando los pocos ratos de calor previos al crudo invierno que se aproximaba.
Carolina corría por las
callecitas del parque como maravillada. Se sentía como una princesa reposante
del bosque, rodeada de conejos y petirrojos; solo que, en lugar de reposar,
corría y en lugar de conejos había palomas, y niños jugando, mujeres con bebés,
y ancianos jugando al ajedrez y a las damas. Adolescentes husmeando libros y
revistas en los puestos. Gatos negros, perros y gorriones echados al sol, sobre
el verde césped, conviviendo en perfecta armonía.
Carolina corría y no
dejaba de sonreír ni por un instante. Tanto que no le prestaba atención alguna
a la música de sus auriculares. Toda su felicidad entraba por sus ojos y
llenaba sus pulmones de vitalidad. Corría y se prometía a sí misma hacer esto
cada vez que pudiera, de ahora en adelante.
Corrió por más de una
hora y media, haciendo pequeñas paradas para elongar e hidratarse; y, de camino
al edificio, pasó por la gran verdulería de Beauchef y Guayaquil. Era un local
enorme que ocupaba toda la esquina. Verdulería, carnicería y granja. Estaba
atendida por al menos seis empleados, y abierta casi todo el día. De hecho, sus
cortinas nunca estaban bajas. Por las madrugadas había siempre algún sereno que
custodiaba y recibía la mercadería, mientras el negocio permanecía cerrado al público.
"La rojita", como le decían sus familiares cuando era solo una niña, regresó al submundo con dos bolsas llenas de papas, zapallitos, zanahorias y choclos. Y en el hall central del monstruoso edificio ya no estaba el señor Augusto, ahora había otro encargado en su lugar. En el submundo siempre debía haber alguien en la entrada, designado por el consorcio, las 24 horas del día, los 365 días del año; había al menos siete porteros, algunos fijos y otros rotativos, que eran de utilidad sobretodo en los feriados y días festivos. Ahora estaba el señor Rubén, que cumplía el horario vespertino, de 12:00 a 18:30 horas.
- Buenas tardes -dijo el, hasta ahora, desconocido.
- Hola, ¿qué tal? Soy
nueva en el edificio, me mudé esta mañana. Tenía que hacer el registro de 'la
llave', me dijo el señor...
- El señor Augusto. Yo
estoy por la tarde, me llamo Rubén... Si me aguarda un segundito lo hacemos
enseguida.
El morocho y robusto encargado se metió en un cuartito, y reapareció dos minutos más tarde con un anotador en la mano. El tan mencionado registro se trataba, tan solo, de anotar el nombre y el número de documento del nuevo inquilino en un viejo y deshilachado cuaderno, forrado en una mugrienta tela roja. Y también se apuntaba el número de llave que le era entregado. Eran llaves magnéticas, que con solo acercarlas a la luz roja que estaba debajo del picaporte, la misma cambiaba a verde, y la puerta quedaba desmagnetizada y lista para ser abierta. Finiquitada la cuestión registral, Carolina se despidió del hombre y volvió a subir al 15º G.
Siete pisos más abajo, la señora Adelaida le estaba por dar de comer a sus cuatro perros. Un bulldog francés llamado Romeo, y los tres caniches toy: Tommy, el marrón ya conocido; Berta, de color gris oscuro; y el pomponcito blanco de Tiffany. Eran toda una jauría, y se exaltaban sobremanera a la hora del almuerzo. Gruñiditos competitivos y fuertes, aunque pequeños, arañazos en las pantorrillas de la dueña. La pobre Adelaida luchaba a diario con las cuatro fieras, mientras esperaba el efecto de los ansiolíticos para irse a dormir la siesta. Un firme cóctel de libraxín, prazam y clozanil, la pondrían a soñar estrellitas en menos de trece minutos. Y se despertaría cerca de las 18:00 horas, con un inmejorable humor.
En la planta baja, el robusto portero vespertino se sentaba, de lo más tranquilo, en el escritorio del hall central. Rubén era el más sonriente y simpático de los siete, y casualmente era el que menos trabajo tenía para hacer. Augusto, generalmente, era el que se la pasaba limpiando y baldeando la vereda, y el encargado nocturno casi siempre estaba barriendo en alguno de los 19 pisos. Pero el morocho de Rubén sí que se la pasaba de lo lindo, leía gran cantidad de libros y revistas durante su turno, y les daba buena charla a la mayoría de las mujeres del grotesco edificio.
Sin grandes sobresaltos se hicieron las 17:00, y algunos de los vecinos del submundo ya abandonaban sus oficinas para retornar al calor hogareño. Era una tarde muy fría, con un viento que hacía crujir a los árboles, y mandaba al suelo hojas de todos los colores característicos del otoño.
En el piso 15º las ventanas se chocaban por el viento, y Carolina se despertaba repentinamente de su siesta post-mudanza.
Antes de ocuparse de la nueva distribución que tendría su biblioteca, abrió la ducha y se puso a buscar la ropa que se pondría para salir esa misma noche. Tanto el baño como el living, se llenaron de vapor en pocos minutos. Los habitantes del submundo tenían una comodidad extraordinaria, algo que no se ve en todos lados: agua caliente central. Nada de calefones mañosos, ni termotanques hostiles. Uno con solo abrir la canilla, en menos de cuatro segundos, tenía agua perfectamente caliente, en su temperatura exacta y de fácil regulación. En la planta baja, donde se encuentra la pequeña oficina de los porteros, había unos 12 o 15 calefones funcionando en perfecta sincronización. Los que hacían efectivo el funcionamiento del agua caliente en los 247 departamentos.
Mientras la pelirroja del 15º G se duchaba, en el hall central del edificio comenzaban a acumularse personas en la fila de los ascensores. Oficinistas, perros con sus dueños, empleadas domésticas, escolares y estudiantes universitarios. El señor Gerardo se había levantado de su siesta, y ahora charlaba con Rubén antes del segundo cambio de turno. En pocos minutos llegaría el momento de Felipe, el tercer encargado. Para cumplir con el turno noche, entre las 19:00 y las 23:30.
El mencionado tercer
mosquetero, era un tipo callado. Calzaban en su nariz y orejas unos gruesos
anteojos para ver de cerca, que le daban a su rostro un aire intimidatorio. Un
dejo de seriedad que le quitaban a uno las buenas intenciones de dirigirle la
palabra. Felipe jamás contestaba un saludo. Estaba siempre leyendo libros,
sentado en el escritorio del hall central. Solamente hablaba si se le hacía una
pregunta directa y concisa. Entre las cuales no estaban incluidas algunas de
las más populares: ¿cómo le va?; ¿está fresco afuera?; ¿todo tranquilo?; ¿tiene
una lapicera?; ¿qué está leyendo?; ¿está cansado, maestro?
Durante el turno de
Felipe, Augusto, con ayuda de Rubén, se encargaba de juntar la basura de cada
piso, para luego sacarla a la vereda antes de las 21:00. El submundo acumulaba
enormes cantidades de basura diariamente. Sus habitantes contaban con la
comodidad de poder sacar la basura sin tener que salir a la calle, solo debían
caminar menos de treinta pasos (promedio) hasta el cuarto de los desechos que
había en cada piso. Y allí uno podía tirar cualquier cosa. Objetos electrónicos
averiados, enormes cajas con botellas vacías, muebles rotos, o cualquier otro
tipo de bulto que pudiera ser molesto para transportar, como un cadáver o una
bomba nuclear vencida.
Mientras Augusto sacaba
las primeras bolsas a la calle, ingresaba por la cochera el señor Perea,
propietario del 7º C. Uno de los residentes VIP del submundo, poseedor de una
de las treinta únicas cocheras disponibles. Era un tipo exitoso, de esos que
siempre obtienen lo que quieren, y a cualquier precio. Vivía con su esposa, y a
la vez tenía amoríos con tres de las mujeres más hermosas que habitaban el
enorme edificio. Saludaba siempre al señor Augusto con un guiño de su ojo
izquierdo, y acostumbraba a darle generosas propinas a cambio de favores insignificantes.
Álvaro Perea sabía muy bien que Augusto debía de estar enterado de todo lo que
ocurría en el submundo, y por eso se ocupaba de tenerlo siempre como amigo.
Castaño, medio rubión. Metro ochenta, y espalda ancha. Siempre que entraba al submundo, el señor Perea caminaba esbozando una sonrisa más falsa que renguera de perro, y saludando a cualquiera que se le cruzara. Sin perder demasiado tiempo, el tipo sube hasta su departamento lujosamente amueblado, donde siempre lo espera su bonita esposa, con la comida casi lista. Su mujer, dicho sea de paso, era increíblemente sensual, una maravilla de la creación, y él alcanzaba los niveles más altos de erotismo con ella. Pero de todas formas la engañaba a más no poder. El engaño representaba, para él, una suerte de deporte favorito o hobby.
Esa noche Claudia Bettel
de Perea había preparado una exquisita salsa parisienne para
acompañar a los agnolotis caseros, de ricota y nuez, que vendían en la esquina
de Guayaquil y Viel; y recibió a su marido con un babydoll color
salmón, que se transparentaba tanto que se volvía imperceptible sobre el
bronceado perfecto de la pomposa mujer.
Tres pisos más arriba, Luciano, el joven borrachín acompañado por el brillante gato negro, se disponía a preparar la cena. Separaba algunas verduras para incorporárselas al wok, que minutos atrás había puesto a calentar con un litro de agua, sal y pimienta. Una papa, dos cebollas pequeñas, un zapallito y dos zanahorias; todo en juliana, exceptuando a la papa, que iba cortada en cubos.
- Esto no te gusta Abraxas -le decía al maullante gato.
El felino no comprendía ni una sola palabra, y seguía maullando como bebé hambriento. Sí respondía a su nombre, y a los silbidos, pero nada de palabras. Se enroscaba entre las piernas de su amo, y repetía las súplicas.
Finalmente la insistencia del gato tuvo su recompensa cuando, después de darle diez minutos de cocción a las verduras, Luciano se puso a cortar en trozos una pechuga de pollo, y mientras los tiraba en el wok, dejaba caer algunos pedacitos al suelo para que el corpulento de Abraxas saciara su apetito con un poco de carne cruda.
Mientras el joven del 13º E cenaba, dos pisos más arriba, nuestra pelirroja fatal terminaba de maquillarse para irse de parranda. Se había puesto un vestido largo y ajustado, negro como la noche, que dejaba ver su muslo derecho a través de un enorme tajo que nacía a la altura de la cadera. Labios carmín, pómulos apenas sombreados, y unas pestañas cargadas de rímel, adornaban sus penetrantes ojos azules, cuasi oceánicos. Perfumada con el número cinco de Chanel, y subida a unos tacos de 17 cm. salió del submundo justo a medianoche, y se metió en un Audi 3 plateado, que llevaba más de media hora esperándola en la entrada del edificio.
En el hall central ya estaba ocupando su puesto el cuarto encargado, un muchacho de unos 25 años, llamado Enrique. Tenía rasgos de indio en su semblante. Ojos negro azabache, pelo oscuro y lacio, de estatura media y expresión seca. Generalmente, daba la impresión de que, el tipo, estaba de pésimo humor, y que odiaba su trabajo.
Para colmo de males,
Enrique era uno de los porteros que más hacía por la limpieza general del
edificio. Como el turno noche era el más tranquilo, Enrique tenía que barrer y
fregar todos los pisos, tanto los pasillos como los 19 cuartitos de la basura. Y mientras
lo hacía, cerca de las 3:00 de la madrugada, refunfuñaba para sus adentros,
maldeciendo a todos y a cada uno de los habitantes del submundo.
Pero en el piso 13º, el gato Abraxas sabía muy bien, gracias a su olfato, lo que este joven, de antepasados indígenas, pensaba y sentía. Podía oler sus ganas de matar a todos, empezando por Augusto quién, además de ser el encargado número uno, era el jefe de los otros seis y el coordinador general de mantenimiento y limpieza.
Cuando Enrique barría alimentaba ese odio perpetuo que sentía, y golpeaba ligeramente las puertas de los departamentos con su escoba. Era entonces, cuando llegaba al 13º E, que Abraxas se descontrolaba. Iracundo contestaba a los movimientos de la escoba con violentos cabezazos contra la puerta. Emitía sonidos graves, no parecían maullidos, era algo más deforme, una suerte de grito de guerra. Se agazapaba, intentaba en vano aferrarse al piso de baldosas para tomar impulso, y salía disparado contra la puerta, estrellando su enorme y negra cabeza con intenciones de ahuyentar al enemigo.
Abraxas odiaba a Enrique, y Enrique los odiaba a todos por igual. Sus peleas, puerta mediante, tenían lugar todos los días del año, exceptuando en navidad y año nuevo, cuando Enrique tenía las noches libres. Y eran siempre a la misma hora. Ver a ese gato negro y furioso chocar su cabeza con tanta fuerza, cada vez que daban las 3:35, era un espectáculo digno de ver. Y la rutina lograba que el gato se enfureciera un poco más cada noche.
Cerca de las 6:50, en el
piso 7º, como cada sábado, amanecía Álvaro Perea en su mejor momento de
virilidad. Con cierta ternura, le hacía el amor a su mujer, y después de una
ducha rápida, salía disparado para el club de tenis “La
Florida ”, en Vicente López, dónde cada
sábado jugaba con alguno de sus amigos del colegio secundario. O al menos eso
era lo que su mujer creía. Pero lo cierto es que el semental de ojos grises, en
lugar de irse a buscar el coche, subía cuatro pisos y golpeaba la puerta del 11º
A .
Allí vivía Erica,
estudiante de filosofía, morocha de pelo lacio como la seda, corte francés, y
anteojos de marco negro ovalado, que le daban a su rostro una simetría
envidiable. No medía más de 1,55
m ., y su cuerpo era excepcional, delicado y preciso en
sus medidas de busto, cintura y caderas. Daba la sensación de que el creador se
habría esforzado un poquito más en ella, como si se hubiera tomado un par de
horas extras para ultimar detalles.
Y así lo recibía ella,
con un diminuto camisón rosado, y con sus ardientes ojos negros clavados en su
boca. Generalmente hacían el amor tres o cuatro veces, con violencia. La
ternura quedaba de lado, y el exitoso empresario se convertía en una especie de
hombre lobo. Y antes de irse del departamento de Erica, se daba una buena ducha
y salía, ahora sí, disparado para Vicente López.
Mientras el señor Perea aceleraba sobre el asfalto de la calle Formosa, llegaba de sus vacaciones el doctor Guillén, psiquiatra especializado en trastornos psicóticos, vivía y tenía su consultorio en el 18º E. Roberto Guillén era un hombre de 63 años, barbudo y canoso, sus pequeños anteojos redondos denotaban una ligera inclinación en su rostro. Tenía el ojo derecho
Llegaba a su departamento y lo primero que hacía era mirar por su ventana. Por su ubicación y altura, era uno de los departamentos con mejor vista de todo el submundo. Infinitos atardeceres de miles de colores y diferentes formas. Allí pensaba siempre, en sus pacientes, en sus proyectos, en sus amores pasados. Hasta dentro de una semana no retomaría las sesiones. Y aprovecharía esos días para visitar a su madre, y finiquitar un libro que venía escribiendo desde la década pasada. Pronto dejó atrás todos esos pensamientos, alejó sus ojos del horizonte, y se sentó en su sillón con un vaso de whisky en una mano, y su pipa en la otra.
En el hall central Adelaida y Augusto chusmeaban en compañía del caniche marrón. Adelaida era una persona que hablaba demasiado, pensaba en voz alta, y siempre creía estar en lo cierto. Y siempre tenía algún pariente o conocido que, en su experiencia, superaba cualquier historia o suceso que alguien pudiera contarle. Y encima de todo, se colaba en conversaciones ajenas, ese era su defecto más irritante.
El 'el ascensor del medio' se detuvo en planta baja, y de él salieron la hermosa de Erica y la señora de Perea, menuda casualidad. Ninguna de las dos sabía de la otra, y encima se llevaban bien, intercambiaban diálogos muy cordiales. Al menos así fue en las únicas seis veces que se cruzaron.
Salieron taconeando del submundo, y comentaron casi al unísono "qué día espectacular". Había un sol radiante en el cielo. Erica se despidió de su amable vecina -y esposa de su amante- y dobló a la derecha, mientras que la otra se encaminó en el sentido opuesto.
Augusto y Adelaida observaron la escena, y ella le dijo:
- ¡Qué par de yeguas estas dos!
El portero soltó una carcajada. Conocía muy bien lo que las dos yeguas tenían en común.
El 'ascensor par' se detuvo en la planta baja y con una sonrisa exagerada salió de su interior el Doctor Gutiérrez, propietario del 10º M. Gutiérrez era uno de los dieciocho abogados que habitaban el submundo. Los días de semana salía trajeado a las 7:30 hacía los diversos juzgados donde tenían causas sus clientes. Penalista, rubio, un poco desordenado, tanto en su trabajo como con su apariencia. No tenía más de 32 años y mantenía un excelente nivel de vida, económicamente hablando. Saludó al portero, y a la señora Adelaida, y salió rajando para el estacionamiento de Beauchef y Rosario.
Augusto y Adelaida siguieron charlando hasta el mediodía, mientras los vecinos desfilaban por el hall central. Salían, entraban, hacían compras, paseaban a sus mascotas, o simplemente se iban a reunirse con parientes o amigos.
Adelaida subió a su departamento a las 13:50, desató al perro, y se sentó al lado del teléfono. Allí permaneció por más de cuarenta minutos, hasta que por fin sonó.
- Hola mamá.
- Me ibas a llamar a las
dos. ¡Mirá la hora que es!
- Bueno, es que todavía
estaba atendiendo acá en el negocio.
- Pero yo tengo cosas
que hacer, no puedo estar casi una hora esperando que llames.
- Bueno mamá, ya está.
¿Vas a venir a comer esta noche?
- Si me pasas a buscar,
sí. Sabés lo que me cuesta caminar,
- Sí mamá.
- Y decile a tu mujer
que no haga nada con tuco, me cae mal al estomago
- Bueno mamá, a las ocho
te busco.
Mientras tanto, en el piso 15º, Carolina amanecía después de la salida de la noche anterior. Tanto alcohol, y danza excéntrica, la habían dejado extenuada. Por eso le costó tanto abrir el ojo. Como no eran horas de tomarse un té con leche, desayunó una ensalada nutritiva: lentejas, repollo y tomate. Se calzó el conjuntito deportivo y bajó en el 'ascensor impar'.
En la planta baja, ya estaba ocupando su lugar de trabajo, el carismático de Rubén. Saludó a Carolina, y prosiguió con la lectura de una revista de autos. Su turno era el más tranquilo, y aburrido a la vez. Los minutos le parecían horas, y su principal actividad era saludar a los vecinos que entraban y salían del submundo. Raras veces tenía que componer alguno de los ascensores, ese era su fuerte. Había trabajado, durante su adolescencia, en una empresa que brindaba servicios técnicos a consorcios de edificio. Allí había aprendido el arte de la plomería, y supo convertirse en un electricista excelso. Fue en esa época cuando, dicha empresa, comenzó a brindarle servicios al submundo, y fue así como lo terminaron contratando como portero.
En el piso 13º, Luciano
se disponía a salir un rato del departamento, aprovechando para llevar dos
bolsas de ropa a la lavandería, cuando se cruzó con su vecina del 13º G. Luisa
era amante de los animales, tenía un gato negro muy parecido a Abraxas, y dos
perros. Un salchicha entrado en años, gruñón e iracundo. Le hacía frente a
cualquier perro, incluyendo al dogo que tenía el propietario del 18º L. Su otro
perro era un cachorro beagle,
que todavía no salía a la calle.
Luisa y Luciano charlaron un rato mientras esperaban el ascensor, casi siempre hablaban de sus gatos, de sus hábitos y sus manías. Pero también conversaban acerca de los perros, Luciano siempre había tenido perros, desde la cuna, y conocía muy bien los rasgos del carácter de la mayoría de las razas.
Cuando el ascensor llegó, comenzaron a bajar y se quedaron en silencio. Como si el interior del ascensor fuera una suerte de cápsula incomunicativa. Luisa miraba un punto fijo en el techo del mismo, y el joven borrachín sostenía la manija de la puerta, como si de esta forma el ascensor fuera a llegar más rápido a la planta baja.
Finalmente llegó, ambos saludaron a Rubén, y salieron en direcciones opuestas. La lavandería estaba pegada al submundo, justo al lado, el primer local saliendo hacia el lado de la calle Beauchef, y era atendida por una familia de chinos, y estaba equipada con doce lavarropas, diez secarropas, y tres mesas de planchar, con sus respectivas planchas, claro. El lugar era una mina de oro, ya que, en el submundo, todos los departamentos de uno y dos ambientes no poseían salida de agua para instalar lavarropas, y tampoco tenían espacio físico para poner uno.
Esto representaba casi la mitad de habitantes que tenía el submundo. Y además, algunos clientes de la lavandería venían de los edificios aldeaños, porque realmente trabajaban muy rápido. Por menos de $20 te lavaban una bolsa de hasta 2
Entre pitos y flautas, se hicieron las 17:30, y el sol comenzó a
esconderse. En menos de una hora, la noche se haría presente en la vereda de
Formosa 353. La fila del ascensor se engrosaba de a ratos, la gente iba y venía
los fines de semana, sobretodo los días sábado. Familiares con niños, amantes
adolescentes, abuelitas recibiendo visitas médicas; todo tipo de personas se
paseaban por el hall central del submundo, gente que no pertenecía en forma
directa al edificio pero que de todas maneras eran conocidos por los porteros de
turno.
En el 10º M, el Doctor Gutiérrez ya estaba de regreso, y
compartía una suculenta merienda con su hija de ocho años. Él nunca llegó a
casarse con la madre de Martina, y solamente podía verla los días sábados y algún
que otro jueves por la noche. Eran los momentos más importantes de toda su
semana, los disfrutaba al máximo, y se esforzaba por hacer que ella los
disfrutara tanto como él. Su mentalidad fría de abogado penalista quedaba de
lado, y dejaba salir sus emociones sin ningún tipo de restricción cuando Martina
se reía. Ese era su mayor y más ambicioso propósito: hacer reír a su hija.
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